Hay quienes para seducir al sexo opuesto exhiben sus automóviles,
motocicletas o sus celulares de última tecnología. Un bibliotecario podría usar
la literatura, y la literatura erótica para ser más precisos. Mi arma secreta
es enseñarle a la dama cuestión el Elogio
a la madrastra de Mario Vargas Llosa, una vez tendida la trampa con tan fascinante
oda al erotismo, espero a que pasen unos días de haberlo leído todo para
prestarle Los cuadernos de Don Rigoberto.
Es infalible. Sin embargo, hace unos días no tuve en mi poder el segundo libro,
así que lo descargué en PDF a mi Kindle para prestárselo, por respuesta recibí
un rotundo No. No por la común desidia a leer libros digitales, no por el
dilema ético sobre los derechos de autor, ni porque el gesto de fina coquetería
literaria fuese interpretado ya como el colmo del atrevimiento. “No. No me voy
a excitar de la misma manera que lo haría con el libro” fue la respuesta. Como
dueño de un Kindle y defensor de los e-books, jamás había recibido tan rotundo
argumento en contra de este soporte digital para la lectura.
Y es que es un asunto de sensaciones, yo mismo me he
declarado incapaz de leer poesía en e-books, estoy dispuesto a pagar buenas
cantidades de dinero por buenas ediciones con papel atractivo y suave al tacto.
El libro de poesía es el objeto sensual que procuro cargar en mi mochila a
donde quiera que vaya. Asumo que, además de las ediciones comentadas o
revisadas, pago por su olor, por la textura de sus páginas y por la palabra
poesía –que tan atractiva me parece— impresa en alguna parte del lomo o la
portada, para que todos la vean y me vean con ella en la manos; pago por todos
esos espacios en blanco que rodean la silueta de los poemas y que no son los
mismos en cada uno, que no desaparecen cuando presiono un botón en el Kindle;
pago para poner algún pétalo de flor como separador en el poema que más me
gusta (he aquí una aplicación imposible para el Kindle y las tablets) y que el
tiempo ha secado; también pago para que ese pétalo manche la página con sus
pigmentos.
Definitivamente ha de tratarse de sensaciones. Si es
así, los niños son los seres más sensuales que puedo imaginar para este asunto.
Los que trabajen en bibliotecas para niños pueden comprobarlo: obsérvenlos
entrar ansiosos a la biblioteca y tomar el libro más atrayente, miren cómo en
cada página pasan sus manos por toda la superficie del papel y no la cambian
hasta haberla abarcado toda, también van a acercar sus rostros para deleitarse
con el olor (algunos llegan al extremo de saborearlo un poco –lo he visto—). Muchas
veces lo harán en parejas o tríos, en completo silencio y entre miradas concupiscentes
mientras el libro es su objeto de placer comunitario. Así, de todos los
libros que pasan por el lector de barras cuando hago el préstamo externo, sé
que en el caso de los niños esos libros volverán muchas veces sin una letra
leída; sin embargo, las páginas tendrán inconfundibles huellas de uso. Esos
querubines llevan los libros a casa solo por el placer de hacerlo, gustan de
sentir el peso de los libros a sus espaldas cuando los cargan en sus morrales y
por eso es tan importante el tamaño. Los adolescentes, por su parte, no se quedan
atrás, si yo mostrara aquí una foto de la hora de lectura en la biblioteca de
secundaria del colegio, parecería más una escena orgiástica que una biblioteca
escolar: a falta de sofás o de muebles menos rígidos, los muchachos y las
muchachas se arrojan al suelo donde el abdomen de cada uno es la diván del otro.
Sin un ápice de pudor, buscan los rincones más oscuros para estas lecturas
grupales. Pocos profesores comprenden la naturaleza de este comportamiento y
por eso lo reprimen en toda ocasión.
Existe un grupo de personas en el cual me incluyo del
que se dice que ama los libros, que por eso los preferirían siempre. Pero la
verdad es que no amamos los libros, somos Amantes de los libros, AMANTES, léase
bien: somos sus amantes. Por eso
cuando compramos un nuevo libro separamos sus páginas con brusquedad, aspiramos
el olor de su papel y nos extasiamos públicamente y sin vergüenza, luego
rodeamos el lomo de nuestro nuevo amante con la mano y lo llevamos de caminata
por la calle, las plazas o hasta los centros comerciales, como quien estrena
novia(o) y la exhibimos orgullosos. Con el Kindle no me ocurre lo mismo y ha de
ser por la misma razón por la que tampoco encuentro sensual un automóvil, una
motocicleta o un smartphone.
Sí es cierto esto que acabo de escribir, si acaso
tengo una pizca de razón, si puede ser lícito posponer la comprensión de
lectura ante este imperio de los sentidos, entonces redactaré de nuevo el
documento de las funciones del bibliotecario de mi colegio: cambiaré la parte
que dice “Orientar la gestión de la biblioteca a la creación y mantenimiento de
un clima pedagógico” para poner algo como “Hacer de la biblioteca un espacio de
desarrollo sensual”.
Comuníquese, compréndase y ámese.
Definición de la RAE:
sensual. (Del lat. sensuālis).1. adj. Perteneciente o relativo a
las sensaciones de los sentidos. /2. adj. Se dice de los
gustos y deleites de los sentidos, de las cosas que los incitan o satisfacen y
de las personas aficionadas a ellos. / [Y por supuesto] 3. adj. Perteneciente o relativo al
deseo sexual.