Los de preescolar deben entrar con zapaticos de algodón, los de primaria no deben correr, los de bachillerato deben recordar que en biblioteca no se ríe, los profesores no deberían descuidarse leyendo. El bibliotecario, perro guardián del conocimiento y el orden, vela porque se conserve el silencio, la cordura y el control sobre todo lo que abarque su reino.
Pero no me gustan las casas de velación, las iglesias, ni los bancos. Opino que en esos silencios sepulcrales o sagrados, en esos sitios de orden de hormiguitas se nos mueren un poco las ganas de conocer al otro. Prefiero la calle, los parques o los cafés atiborrados, bullosos; y a las bibliotecas, siendo demasiado sincero, solo entro cuando hay amigos dentro. Tengo a 436 estudiantes de los que debo conocer sus nombres completos, sus gustos, prevenirme de sus mañas y convencerlos de que no soy perro guardián pero tampoco payaso (con el perdón de una amiga payasa).
Ayer un niño de transición entró con pasos de marcha marcial pero contento, como quien estrena piernas y pies; cada semana una niña viene corriendo hacia mí a la velocidad más increíble que le dan sus piernas en la “clase de biblioteca”, necesita que le encuentre su libro antes que los demás; hoy mismo, un trío de muchachos rieron a carcajadas de una broma que sólo ellos entendían, reían como todos lo hicimos en esa edad en que nada habíamos perdido y la vida era ligera, amable y llena de hormonas (pobres desgraciados, se van a graduar y ya se darán cuenta, espero que no pero lo más seguro es que sí). Para cada ocasión hubo un profesor o una auxiliar de biblioteca que mandó a callar y a entrar en orden, y yo también, claro que sí, me cruce de brazos y puse cara de molesto, aunque estoy seguro de que no convenció mucho. A mí tampoco, pero temo que mis compañeros de trabajo crean que soy un mal guardián.
No sé, todo el conocimiento y la diversión no deben de estar en los libros o computadores, me gustaría que la biblioteca fuera un lugar de encuentro para ellos y que guardaran el obvio orden para que eso fuese posible. No sé, me gusta escucharlos reír de sus chistes estúpidos, presenciar cómo son incapaces de guardarse el último chisme para la hora del descanso, no tienen mucho la culpa si los libros parecen aburridos (y la mayoría de las veces lo son), y la tienen menos si son atractivos y corren descarriados hacia ellos. No sé, yo quisiera conocerlos así, como son de verdad a todas sus anchas.
A última hora, una niña de segundo grado me regaló un enorme pequeño abrazo al saludarme y yo no sé decir con nombre propio si es la que tanto corre o es otra entre los 435 demás estudiantes.